EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES

Publicado en DIARIO MONTAÑES 22 octubre 2013

 

Cada vez, con mayor frecuencia, las calles se inundan de gentes portando banderas republicanas: estudiantes universitarios o de primaria rechazando nuevos planes docentes, obreros amenazados por ERES, sindicalistas despertados tras años de plácido silencio, jubilados estafados por emisiones de productos bancarios, familias desahuciadas por falta de pago ante compromisos adquiridos libremente,  asociaciones proabortistas, gays o ecologistas… Hoy, la bandera constitucional se exhibe de forma masiva tan solo en los acontecimientos deportivos, — incluso es ignorada el día de la Fiesta Nacional –, pero ante  cualquier protesta se sustituye por la republicana, pretendiendo representarla como el régimen adecuado para salir de la crisis y garantía de buen gobierno.

República no es sinónimo ni de ética, ni de democracia ni de modernidad. No hay que dar muchas vueltas al mundo para ver cómo muchas naciones, con repúblicas o monarquías, prosperan o permanecen en continua crisis, con independencia de su forma gubernamental. Son cuestiones que ningún país moderno se plantea. La experiencia republicana acabó dramáticamente en dos ocasiones: duró menos de un año en su primer intento y enfrentó a dos Españas en 1931, conduciendo a una sangrienta guerra civil. Pero se insiste en  ello, olvidando que nuestra nación esta constituído por diecisiete autonomías de organización similar a una república, unidas por la Corona,  y en vez de resolver los problemas que esta ineficaz descentralización ha generado, nos empecinamos en acabar con la única institución que las aúna.

La monarquía española tiene un carácter exclusivamente representativo, y carece de cualquier potestad decisoria. Los males de España no dependen de las decisiones reales, ni el Rey puede tomar medidas no sujetas a la aprobación parlamentaria. Aunque se esgriman datos no ejemplares en la conducta de algunos personajes de la Casa Real o incluso del mismo monarca, estos no condicionan la vida del país. Por razones muy similares, podríamos rechazar la democracia ante los comportamientos personales de algunos dirigentes políticos actuales o la corrupción que  infecta a  sindicatos o Comunidades Autónomas.

La época de las revoluciones y la decisión de las formas de representación democrática desaparecieron de Occidente hace más de cien años. No es difícil adivinar la reacción de rechazo que provocaría un intento de restauración monárquica en Francia, Austria, Portugal o Italia, una protesta republicana en Holanda, Suecia o Dinamarca y cómo actuaría un alemán con la exhibición de las esvásticas hitlerianas o símbolos comunistas ante sus problemas económicos. Algo inconcebible salvo en una España que sigue empecinada en debates del siglo XIX, olvida  su pasado y pretende continuamente volver a él. Pero además, las banderas republicanas en nuestro país se exhiben junto a otras que representan la ideología más criminal de la Historia reciente. Las hoces y los martillos, presentes en muchas manifestaciones, son símbolos de una ideología que ha sido responsable de millones de muertos, se exhiben libremente, y se convierten  en los estandartes del descontento, olvidando su trágico pasado y los millones de seres humanos exterminados en su nombre en Europa Oriental, en el Gulag ruso, en Camboya, en movimientos revolucionarios africanos, y sigue presente en Cuba y Corea del Norte, sin provocar reacción alguna de rechazo.

La izquierda debe reconocer su propia responsabilidad en los acontecimientos del siglo acabado, su tendencia a preferir el poder a la libertad y en protagonizar un estado de protesta permanente. Hay que  olvidarse de las barricadas y asumir que para enfrentarse a la acción del Gobierno no  puede colocarse al país al borde de una crisis institucional. Ayer con la resurrección de la memoria histórica y los fantasmas de la guerra civil. Hoy, con la controversia entre Monarquía o República. Mañana será la organización federal, simétrica o asimétrica.

Es el regreso del cartero llamando nuevamente a la puerta de la Historia de España, con la aceptación de muchos que no ven en ello ninguna amenaza y creen que es portador de la lámpara de Aladino. El problema es que le abrimos la puerta cada vez que toca el timbre.